El refugio del olvido
Un relato sobre el amor que asfixia y el olvido que libera
¿Hasta dónde llega el control cuando se disfraza de cuidado?
Todo iba sobre ruedas. En el pueblo
abrieron otro negocio, en el que también prosperaron. Sus hijos fueron creciendo.
Las novias fueron llegando a la vida familiar, y Almudena quiso que las novias
de sus hijos fueran sus hijas. Al principio, parecía que todo encajaba. Como
buena matriarca del clan, las agasajaba y las invitaba a comer en casa. En los
inicios, de forma más esporádica, pero poco a poco las fue absorbiendo cada vez
más, de tal forma, que las familias de origen se quejaban de tener que acomodarse
a lo que Almudena les dejaba libre para invitar a las parejas.
Los hijos se casaron, y Almudena les
colocó un piso. Las nueras se sentían agradecidas y no rechistaban. Los nietos
no tardaron en llegar y, como era de prever, la abuela los acogió dentro del
seno familiar. Las cosas iban bien, pero pronto, las comparaciones y el dilema
de la herencia empezó a nublar el horizonte. Los hijos se sentían pájaros en
jaula ajena. Habían crecido, pero sin madurar. Mamá, con sus mejores
intenciones, los había provisto de todo. Y les faltaba el coraje de lidiar con
el mundo.
Suele ocurrir que las peores
tormentas arrecian cuando el mar se mece en plena calma. La comparación y el
agravio asomó entre ellos, de grandes amigos mutaron en enemigos. El detonante: uno de los hijos, el que vivía
en la ciudad, Luis, quería reformar el piso. El problema era que no quería que
su inversión cayera en saco roto. El piso no era de su propiedad y pretendía
acordar una solución.
La sospecha disfrazada de desdén se
instaló en la atmósfera emocional. Cenas cargadas de tensión, palabras afiladas
entre plato y plato. Silencios incómodos que amenazaban con atragantarse.
—Tú lo que quieres es apropiarte del
piso —lanzó uno de los hermanos mirando a su cuñada.
—No, no es eso… Lo que queremos es
llegar a un acuerdo: que se reconozca las reformas que vayamos a hacerle.
Almudena torcía sus labios mientras
afilaba sus uñas sobre un cuchillo romo. Miraba el mantel como si fuera un mapa
de operaciones. Siempre había sabido por dónde ir. Y ahora, se le acababan las
opciones.
Un vaso de cristal estalló contra el
suelo. El sonido cortó el aire en seco. A uno de los nietos en su revoloteo por
la mesa se le había escurrido entre las manos.
Luis tragaba saliva enterrando su
mirada bajo el suelo. Sabía que estaban traspasando la línea roja. Quería dar
el paso, pero sentía las ataduras en sus manos. “¿Quién soy fuera de mi familia?”,
se preguntaba atorado mientras su mujer buscaba en sus ojos su apoyo. Tenía que
escoger: o seguir el mandato del clan o su matrimonio.
Almudena absorbida por la tormenta
emocional, puso toda la carne en el asador y empezó a disparar a diestro y
siniestro. Su marido intentaba apaciguar, pero, al final, era arrastrado por el
torbellino. Las discusiones subieron de tono, los murmullos que se hacían a las
espaldas se volvieron olas gigantes. Ya nada era como antes y la situación iba
de mal en peor. Un divorcio se precipitó y la distancia se tornó inabarcable.
Almudena sufría. Echaba balones fuera
culpando a su nuera del desastre, pero cuando estaba a solas se sumergía en un
soliloquio en el que trataba de no martirizarse: “no, yo no he roto el
matrimonio”. Pero en el fondo sabía que ella había tenido mucho que ver. Se esforzaba
por espantar los malos pensamientos cuando se topaba con ecos del recuerdo: una
foto, un objeto con significado familiar.
Su marido murió, dejándola a solas
con su tormento. En algún rincón de su alma lloró su ausencia en silencio. No
sentía habitar las palabras en su dolor.
Poco a poco, como una gota que va
filtrándose en la piedra, un velo fue posándose sobre su memoria. Al principio,
fueron pequeños olvidos, pero poco a poco la maraña fue haciéndose más grande
hasta nublarle la conciencia. “Todo sigue igual. Estamos juntos…, mi nieto el
mayor, ¿cómo se llama?”, se decía buceando en su mente.
Le costaba reconocer a las personas,
pero no sufría. A veces, se esforzaba por recordar, aunque el olvido era
demasiado denso. Cuando acompañada por uno de sus hijos, se cruzaba con
alguien, preguntaba el nombre de ese rostro huidizo, para tratar de darle un contexto,
pero las explicaciones no llegaban a ese remoto lugar. Su hijo decía: “es mejor
así. Que no recuerde nada. Así no sufre”. Y era cierto, para no recordar lo que
le podría el alma, Almudena había olvidado.
¿Qué te hizo sentir esta historia?
¿Has conocido situaciones similares? ¿Qué opinas del personaje de Almudena? Os leo en comentarios.
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