sábado, 2 de agosto de 2025

El refugio del olvido

 

El refugio del olvido

Un relato sobre el amor que asfixia y el olvido que libera

¿Hasta dónde llega el control cuando se disfraza de cuidado?


Almudena había llevado toda una vida al mando de su familia. De fuerte carácter, decidida y trabajadora no había dudado en hacer muchos sacrificios para recaudar un buen capital. Junto con su marido había viajado a Madrid donde habían abierto un local de comidas que tuvo mucho éxito. Cuando consideraron que habían logrado bastante, invirtieron su dinero en inmuebles en la capital. Luego volvieron al pueblo para tener una vida tranquila junto a sus hijos.

Todo iba sobre ruedas. En el pueblo abrieron otro negocio, en el que también prosperaron. Sus hijos fueron creciendo. Las novias fueron llegando a la vida familiar, y Almudena quiso que las novias de sus hijos fueran sus hijas. Al principio, parecía que todo encajaba. Como buena matriarca del clan, las agasajaba y las invitaba a comer en casa. En los inicios, de forma más esporádica, pero poco a poco las fue absorbiendo cada vez más, de tal forma, que las familias de origen se quejaban de tener que acomodarse a lo que Almudena les dejaba libre para invitar a las parejas.

Los hijos se casaron, y Almudena les colocó un piso. Las nueras se sentían agradecidas y no rechistaban. Los nietos no tardaron en llegar y, como era de prever, la abuela los acogió dentro del seno familiar. Las cosas iban bien, pero pronto, las comparaciones y el dilema de la herencia empezó a nublar el horizonte. Los hijos se sentían pájaros en jaula ajena. Habían crecido, pero sin madurar. Mamá, con sus mejores intenciones, los había provisto de todo. Y les faltaba el coraje de lidiar con el mundo.

Suele ocurrir que las peores tormentas arrecian cuando el mar se mece en plena calma. La comparación y el agravio asomó entre ellos, de grandes amigos mutaron en enemigos.  El detonante: uno de los hijos, el que vivía en la ciudad, Luis, quería reformar el piso. El problema era que no quería que su inversión cayera en saco roto. El piso no era de su propiedad y pretendía acordar una solución.

La sospecha disfrazada de desdén se instaló en la atmósfera emocional. Cenas cargadas de tensión, palabras afiladas entre plato y plato. Silencios incómodos que amenazaban con atragantarse.

—Tú lo que quieres es apropiarte del piso —lanzó uno de los hermanos mirando a su cuñada.

—No, no es eso… Lo que queremos es llegar a un acuerdo: que se reconozca las reformas que vayamos a hacerle.

Almudena torcía sus labios mientras afilaba sus uñas sobre un cuchillo romo. Miraba el mantel como si fuera un mapa de operaciones. Siempre había sabido por dónde ir. Y ahora, se le acababan las opciones.

Un vaso de cristal estalló contra el suelo. El sonido cortó el aire en seco. A uno de los nietos en su revoloteo por la mesa se le había escurrido entre las manos.

Luis tragaba saliva enterrando su mirada bajo el suelo. Sabía que estaban traspasando la línea roja. Quería dar el paso, pero sentía las ataduras en sus manos. “¿Quién soy fuera de mi familia?”, se preguntaba atorado mientras su mujer buscaba en sus ojos su apoyo. Tenía que escoger: o seguir el mandato del clan o su matrimonio.

Almudena absorbida por la tormenta emocional, puso toda la carne en el asador y empezó a disparar a diestro y siniestro. Su marido intentaba apaciguar, pero, al final, era arrastrado por el torbellino. Las discusiones subieron de tono, los murmullos que se hacían a las espaldas se volvieron olas gigantes. Ya nada era como antes y la situación iba de mal en peor. Un divorcio se precipitó y la distancia se tornó inabarcable.

Almudena sufría. Echaba balones fuera culpando a su nuera del desastre, pero cuando estaba a solas se sumergía en un soliloquio en el que trataba de no martirizarse: “no, yo no he roto el matrimonio”. Pero en el fondo sabía que ella había tenido mucho que ver. Se esforzaba por espantar los malos pensamientos cuando se topaba con ecos del recuerdo: una foto, un objeto con significado familiar.

Su marido murió, dejándola a solas con su tormento. En algún rincón de su alma lloró su ausencia en silencio. No sentía habitar las palabras en su dolor.

Poco a poco, como una gota que va filtrándose en la piedra, un velo fue posándose sobre su memoria. Al principio, fueron pequeños olvidos, pero poco a poco la maraña fue haciéndose más grande hasta nublarle la conciencia. “Todo sigue igual. Estamos juntos…, mi nieto el mayor, ¿cómo se llama?”, se decía buceando en su mente.

Le costaba reconocer a las personas, pero no sufría. A veces, se esforzaba por recordar, aunque el olvido era demasiado denso. Cuando acompañada por uno de sus hijos, se cruzaba con alguien, preguntaba el nombre de ese rostro huidizo, para tratar de darle un contexto, pero las explicaciones no llegaban a ese remoto lugar. Su hijo decía: “es mejor así. Que no recuerde nada. Así no sufre”. Y era cierto, para no recordar lo que le podría el alma, Almudena había olvidado.

 ¿Qué te hizo sentir esta historia?

¿Has conocido situaciones similares? ¿Qué opinas del personaje de Almudena? Os leo en comentarios.

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